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El espejo del baño se ha enamorado de mí. Llevamos viviendo juntos más de diez años, y me he dado cuenta ahora; aunque pensándolo bien, desde hace unos meses, todas las mañanas, al despertar, me devuelve una sonrisa picarona.
No es lo mismo ver las cosas desde arriba que desde abajo. Y lo digo literalmente.
Buscaba silencio en el mejor de los sitios para encontrarlo: aquel cementerio pequeño que tantas veces por obligación había visitado. Esta vez, su visita era voluntaria. No había ningún muerto al que enterrar, ningunas flores que poner, ninguna tumba que limpiar. No quería visitar a nadie, él lo hacía desde el recuerdo.
Se sentía tan feliz que tenía ganas de cambiar el mundo. Reunía fuerzas para eso y para mucho más.
Empezaría por su pequeño planeta para luego ampliar horizontes, conquistar galaxias y adueñarse del universo. Su lema era el mismo que había servido para publicitar el partido Barcelona-Real Madrid: el partido de las galaxias se juega en la tierra. Él también se sentía un galáctico con los pies en la tierra.
Mi padre aprendió a volar un día de fiesta de agosto. Al igual que Ícaro, aquel día debió de acercarse mucho al sol, aunque no lo suficiente. Sus alas tardaron en derretirse once largos y tristes meses.
Han pasado casi dieciséis años.
Ni siquiera Miguel sospechaba que se iba a separar. El día que Ana le dijo que se fuera, que no le aguantaba más, que ni podía ni quería soportar más sus debilidades, su falta de arrojo y su carácter pusilánime, le pilló por sorpresa. Oír de su boca la palabra asco le superó. Nunca Ana le había hablado ni en aquel tono ni de aquella manera.
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