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Objetos cortantes

Había pedido una navaja. Aquel día cumplía 14 años y esperaba con ansiedad mis regalos. A mis padres les había contado lo difícil que se estaba poniendo el barrio.
Aquel colegio público al que me habían llevado desde pequeño se había convertido en un colegio complicado: inmigrantes, gitanos y muy pocos españoles formábamos su alumnado.

Mis padres, aunque hubiesen podido cambiarme, nunca quisieron. Mi padre apostaba por la convivencia y por la diversidad. Mi madre siempre me hablaba de igualdad.

Mis padres eran de aquellos que iban a preguntar a los profes por mis estudios, por mis progresos, por mi actitud y aptitud. Pero para mí, los estudios nunca fueron un problema. No me suponía gran esfuerzo aprobar los exámenes de ciencias o matemáticas. Lo difícil era mantener a raya a mis enemigos y no dejar que se metiesen conmigo.

Desenvolví los regalos con rapidez. Solo me interesaba la navaja. En su lugar, encontré un cuchillo de madera, sin filo. Pensé que era una broma.

– ¡Una mierda de cuchillo de madera! No soy un niño, no quiero jugar a peleas con espadas de madera.

Le tiré con rabia el cuchillo a mi padre. Conseguí darle en el ojo. Mi padre empezó a quejarse de dolor. Su ojo empezó a llorar, se puso rojo. Él con una mano se lo tapaba porque le aliviaba. Mi madre dijo que había que ir al médico.

Yo no creía que fuese para tanto. Solo era un cuchillo de juguete.

Mi padre seguía quejándose cuando llegamos al centro de salud. En seguida una enfermera se lo llevó.

– Solo un acompañante.

Mi madre se fue con él y yo me quedé en la sala de espera. La sala estaba llena de gente. Gente diversa hubiera dicho mi padre, gente como nosotros hubiera dicho mi madre. Pero yo me sentí solo. Empecé a ponerme nervioso. Mi cabeza estaba a pleno rendimiento devolviendo pensamientos sin parar: preocupación, justificación, temor, consuelo… Se me cayeron las lágrimas. Hubo alguien que se fijó en mí. Aquel niño chino se acercó a mí y sin decir nada me dio un beso.

Pasó alguna hora cuando apareció mi madre. No fueron buenas las noticias, pero no tan malas como las que mi mente había fabricado para mí. Lloré de rabia cuando me dijo que mi padre perdería el ojo. Mi madre me abrazó, me tranquilizó. No hubo reproches, ni enfados, ni culpables.

Cuando pude ver a mi padre, llevaba un parche en el ojo. Le abracé y le pedí perdón. Le pedí un último regalo por mi cumpleaños. Le solicité que me comprara mi primer bisturí. Había decidido ser cirujano.

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