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De jardines y huertos

Dicen que nació antes de tiempo, pero él siempre había pensado lo contrario. Si hubiese nacido antes, hubiese conocido a su padre porque, cuando nació, en casa solo eran dos: su madre y él.

Fuera de casa tampoco encontró mucho. Lo más cercano a un pariente que conoció fue la vecina del primero: aquella anciana que olía continuamente a pis con la que su madre le había dejado tantas veces.

Él siempre preguntó por su padre. Aprendió a decir papá antes que mamá, desde su sillita llamaba papá a cualquier chico o señor que veía por la calle, en la guardería todos los papás de sus compañeros eran su papá, en el colegio rezaba para que su padre le viniera a buscar o se presentara en alguna de las funciones de navidad. Siempre pensó que su padre le enseñaría a andar en bici, pero fue su madre quien le empujó desde el sillín diciéndole que mirara hacia delante y diese pedales. Y fue su madre también quien le llevó por primera vez al cine a ver una película de coches.

Con su madre siempre trabajando y la anciana cada vez más mayor… tuvo que aceptar responsabilidades: aprendió a volver del colegio, a cruzar las calles mirando a un lado y a otro, a calentarse la comida y comer solo, a recoger su ropa, a poner la lavadora y la secadora y fregar los cacharros. Siempre pensó que estas cosas tan comunes en su vida eran más bien cosas de chicas que su padre no hubiese permitido que él hiciera.

Aprendió también a arreglarse los pinchazos de la bicicleta, a colgar cuadros, a arreglar la cisterna del baño, a poner silicona en los cristales, a reparar la cerradura de la puerta… ¡Cosas más de hombres que su padre sin duda le hubiese enseñado!

Cuidaba del jardín, aunque estaba convencido de que su padre hubiese cambiado rosales, geranios y lilares por lechugas, cebollas y perales. Pero su madre prefería antes las flores y él se vio obligado a cuidar de ellas con desgana, desamor y aburrimiento.

Tener un perro, como para cualquier chico, se convirtió en objeto de deseo. Y lloró cuando su madre le dijo que ella no podría ocuparse del animal y que él tenía demasiadas responsabilidades y horarios que cumplir. A cambio, le dejó apuntarse al equipo de futbol del colegio. Sin embargo, sabía de sobra que su padre le hubiese comprado el perro más fiero y poderoso que hubiera encontrado.

Y así creció, hasta que un día, después de volver de los entrenamientos, se encontró un señor cocinando en su casa. Su madre les presentó y él se sintió como un invitado en su propia casa. Aquel señor empezó a venir cada vez más por casa y a ocuparse cada vez más de su madre y de su hogar. Y aunque aquel señor fue liberándole de responsabilidades, también fue separándole de lo único que había sido siempre suyo.

Y fue entonces cuando se compró aquel manual de jardinería donde venían los nombres de todas las flores, y que él, con suma avidez se aprendió en una tarde. Y buscó en Internet qué cuidados necesitaba cada planta, cada hierba, cada flor: cuánta agua, cuánta luz, cuánta tierra, cuánto espacio… Empezó a hablar a las plantas, a mimarlas, a quererlas. Llenó la casa de plantas aromáticas que desprendían envolventes fragancias y de flores vistosas que dieron color y luminosidad. Cultivó hierbas con las que espolvoreó los platos que aprendió a cocinar.

Y desde entonces nunca más quiso convertir el jardín en huerto.

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